lunes, 11 de abril de 2011

Capítulo 1- Parte 1: Una Segunda Oportunidad


Pi… pi… pi…


“otra oportunidad…”

Me despertó el sonido de mi propio corazón. Asustado, me incorporé sobre la cama. Respiraba con fuerza, me costaba hinchar los pulmones.

-¡¿qué cojones pasa?! –gritaba con miedo. Estaba prácticamente desnudo, sólo habían dejado mis calzoncillos.

Me arranqué los electrodos y salté fuera de la cama. No sabía dónde estaba. Una puerta. Me acerqué. La abrí y miré alrededor. Un pasillo. ¿Un pasillo de hospital? Había gente, aunque no mucha. Cerré la puerta y me apoyé contra ella. No lo entendía, ¿Dónde estaba? Estaba frío, helado, pero no me importaba. Vi mis pantalones encima de una mesa. Me los puse. También mis zapatos, debajo de alla. Pero nada más. Reparé en un espejo junto a la mesa. ¡Dios mío! Qué pálido estaba. Enfermizo. Me asustaba a mí mismo.

La puerta se abrió. Me volví como un perro de caza. Apareció una joven enfernera. Al verme, quedó aún más pálida que yo; me sentía ofendido; abrió la boca, tomó aire y pegó uno de los gritos más desagradables que había escuchado en mi vida. Mi cabeza respondió de la única manera que conocía.

-¡Dios! –Me estallaba la cabeza.- ¡Calla la puta boca, zorra!

La enfermera, tal como había llegado, marchó, perdiendo el culo por el pasillo… culito que yo observé… Tropezó varias veces por el pasillo… Respingón…

Sacudí la cabeza. Salí de la habitación y seguí el pasillo por el que NO había ido la enfermera. Sin duda, una buena elección; al cruzar la esquina me encontré con un viejo médico tirillas, acompañado por sus dos perritos de seguridad. Uno de ellos avisó a una enfermera de que “lo habían encontrado”. Supuse que “lo” significaba “me”. Y por algún motivo, ese “encontrado” no me sonó muy allá. “Ahí os dejo, maricas”. Antes de que me pudieran parar, corrí en dirección contraria. “Por qué huía”, me preguntaba. Ni zorra. De cualquier manera, entendí por qué tropezaba la enfermera: se habían esmerado en encerar el suelo. Con mis preciosos e inútiles zapatos resbalé y me comí una papelera.

Dos enfermeros me cogieron por los brazos. Era más grande que ellos, pero sabían lo que hacían. Intenté zafarme (creo que le di un buen codazo a una de sus narices), mierda, no conseguí marchar.

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Resultó ser simplemente una paranoia mía. Resulté estar en un hospital. El médico me llevó a mi habitación. Amenazaron con atarme, pero al ver al precioso orangután que tenía como segurata, parece que me amansé, y decidí cooperar. Miraron mis ojos con una linterna, me tomaron el pulso, la presión, los reflejos… y cuantas más pruebas  hacía, más negaba el médico con su cabeza.

-No entiendo nada- murmuraba una y otra vez. Se puso el estetoscopio sobre los hombros y se apartó de mí, dubitativo.

Yo, por mi parte, ya me había calmado, y ahora empezaba a preocuparme. El médico dirigió un par de palabras a los enfermeros y a los seguratas. Le devolvieron la mirada y marcharon. Lancé un par de besitos al enfermero de la nariz. Me fulminó con la mirada.

El médico se sentó junto a mí.

-Le ha roto la nariz al pobre chico. Ha destrozado usted medio pasillo. No puedo culparle, entiendo que se encuentre usted desorientado.

-¿Qué leches hago en un maldito horpital- Le interrumpí- ¿Y mi ropa?

-Verá, le trajeron anoche, hará siete horas. Estaba en una cervecería con sus compañeros de trabajo. Empezaba a recordar.

-Deme mi ropa, quiero marcharme de aquí- empezaba a impacientarme.

-Creo que no entiende usted la seriedad de esta situación.- Se quitó las gafas y se frotó los ojos.- Tiene usted cuarenta y cuatro años, ha sufrido un…

-Creo que es usted el que no entiende…

-… ataque al corazón, después de causarle una contusión a su compañero en una pelea.

-Quiero marcharme de aquí.

-Tuvo una parada cardiaca

-¡Escucha matasanos- le cogí por la bata- ahora mismo vas a…!

-¡Escuche idiota, ha estado usted MUERTO!

-…

-¡Cero pulsaciones, encefalograma plano! ¡Completamente muerto! ¿Me entiende, patán? –Me quitó de encima- Lo que ha pasado es imposible, científicamente imposible ¡va en contra de toda lógica! Su temperatura bajó de los 33ºC.

-Esto es…

-Hasta había empezado a mostrar signos de descomposición…- Me miró de arriba abajo- Aunque parece que han desaparecido por completo..

-Doctor...

-¡Es totalmente imposible! ¿Me entiende? En contra de todo conocimiento médico moderno. En contra del sentido común.

-Quiero marcharme a casa…

-¡Debería estar usted muerto! ¿No lo entiende? Ni siquiera yo lo hago

-Quiero marcharme a casa, tengo que…

-Las cosas son muy complicadas. En cuanto los altos cargos se enteren, va usted a tener su culo rodeado de sus queridos “matasanos” para estudiarle. No volverá usted a ser libre.

-Nunca permitiré que…

-Escúcheme, señor Morgan. Frank. No está de su mano. Lo que tiene usted no es un tumor inoperabledescubrimiento demasiado importante para la humanidad. Ha vuelto de entre los muertos. No obstante… no puedo hacerle esto. He hecho un juramento hipocrático, que pone por encima el bien de mis pacientes al del avance de la ciencia. Márchese de aquí. Márchese.

-Yo…

-Yo hablaré con la pobre enfermera, con los guardias de seguridad, con el enfermero al que usted rompió amablemente la nariz. Usted simplemente lárguese.

-Yo… doctor…- No solía quedarme sin palabras. Y ya empezaba a tocarme las narices.

-Creo que la palabra que está buscando es gracias. Hay un par de camisas en el armario. Coja una y lárguese a casa. Haré que le llegue su cartera.

Me levanté como un rayo y abrí la puerta del armario. Cogí una camisa blanca y marché de la habitación, del hospital, tras hacerle una seña con la mano al médico.

Pasé al lado de los agentes de seguridad, y en cuanto puse un pie fuera de ese antro, empecé a correr. Corrí, no entendía nada, corrí hacia mi casa, en la otra punta de Toronto. Corría, aunque no sabía hacia donde. Me daba igual, nunca me había sentido tan lleno de energía. Corrí por la calle Elizabeth, llegué hasta Bay Street; seguí corriendo, cruzando las intersecciones con Queen Street, Adelaide Street, King, Wellington. Estaba confundido. La gente me miraba pasar. Un par de policías hicieron ademán de seguirme, pero me daba igual. Pasé el Air Canada Center, y cuando me quise dar cuenta, estaba en el puerto. No podía seguir corriendo, no tenía adonde. ¿Por qué estaba vivo? Miré hacia el frente, a las islas de Toronto. Había sido una mala persona. Miré hacia el cielo, el sol me cegaba, pero daba igual, me sentía lleno de vida. ¿Por qué yo?

Cerré los ojos y respiré con fuerza.

Las dudas cobraban sentido en mi cerebro. Mis hijos, mi ex mujer… Comenzaba a entenderlo.

Me entraron ganas de reir, y lo hice, con todas mis fuerzas, con todo el poder de mis pulmones. Reí como nunca había reído. Creí comprender por qué seguía vivo. Alcé los brazos. Me estiré tanto como me lo permitía mi cuerpo.

Me sentía único en el universo. Había conseguido lo que nadie consigue.

Una segunda oportunidad.

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Poco sabía por aquel entonces que no sería el protagonista de esa historia. Que no estaba solo en el mundo. Que nada giraba en torno a mí. Que sería un peón sin rey en un tablero de ajedrez.

La enfermedad, empieza a extenderse.

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COREA DEL SUR
Las bombas habían estallado en el pilar principal que sustentaba la estructura del Edificio A de los laboratorios de Biotronics. Los trabajadores que no murieron en la explosión, morían atrapados por los escombros, y los que no, quedaban atrapados en fuego cruzado entre la empresa paramilitar que defendía la planta, y Rebeldes Norcoreanos de las guerrillas. Nadie sabía cómo podían haber penetrado la férrea seguridad que rodeaba al recinto y colocado las bombas sin que nadie se enterase. Los trabajadores de las plantas B, C, y E estaban siendo evacuados en lanchas motorizadas y helicópteros, en caso de los científicos con cargos más importantes. La planta D estaba siendo ocupada por los Norcoreanos, que acababan cruelmente con las vidas de todo aquel que veían. La empresa paramilitar era superior en armamento, pero los rebeldes se contaban por cientos, mientras ellos eran unas pocas decenas. Obuses caían peligrosamente cerca de los mercenarios.

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